Aníbal Santiago
Ciudad de México (CDMX).- Dentro de La Pagoda, los Budas se asoman en aparadores repletos de panes dulces, en altares elevados que miran hacia las mesas, o bien con su panza redonda y lustrosa en la vidriera que da a la Avenida 5 de Mayo. A veces, esos dioses gordos se acarician sus propios cachetes, otras alzan los brazos regocijados y unas más, simplemente, con las manos en las rodillas descansan radiantes. En esta cafetería refrescada con plantas trepadoras de plástico (quiere dar la finta de bosque asiático) los Budas son rosas, blancos, morenos y todos, sin excepción, sonríen.
Y sonríen es un decir. Experimentan tal éxtasis que de tanto reír sus ojos se cierran. Quizá incluso están carcajeándose con el bamboleo de sus panzas, panzas que uno pensaría felices porque guardan delicias como pato Pekín, xiaolongbao o kungpao chicken. Error.
En esta cafetería del Centro Histórico, si algo alegra a los Budas es algo más nuestro. La carta anaranjada indica “huevos mañaneros”, “consomé ranchero” y montones de platos más, pero en estos dos salones de ambientación china (con dragones, leyendas cantonesas y guerreros de Xian) donde lo que te sirven son platillos mexicanos, existe un manjar al que vas a querer rezarle lo siguiente: Tiān a, xièxiè nǐ gěi wǒ dài lái de zhè fèn xǐyuè (Dios, gracias por esta delicia).
No estamos en Shanghái sino en la Ciudad de México, reino universal de los chilaquiles. Por eso no hay reto más complejo para una cocina nacional -como la de La Pagoda- que preparar unos chilaquiles únicos y superiores. Y como estas dos palabras son adjetivos y a ellos uno debe justificarlos, demos paso a una doble razón. Uno: la tortilla dorada es bastante más gruesa y firme que la tortilla regular. Por eso, sentirás el ¡crack! al interior de tu boca, esa satisfacción sonora que da triturar con tus muelas poderosas los triangulitos de masa (qué tristes son los chilaquiles aguados como enchiladas). Por, si fuera poco, la tortilla sabe ahumada, salida de fonda de pueblo.
Dos: la salsa verde es muy espesa, no probarás una insípida agüita verde. Al contrario, sentirás un caldo caliente donde los agridulces tomates expanden felices su pulpa carnosa, refuerzan con sus semillas un picor que ni es insignificante ni te obliga a descolgar el extinguidor para apagar el fuego de tu paladar. Además, los tomates descargan generosos sus abundantes jugos que se mezclan con ramas enteras de epazote (como recién sacadas de la tierra, algo inusual y suculento). Y como no hay recato y es mucha la salsa, los chilaquiles van en plato hondo.
Verdes pero también rojos, pueden ir solos, con huevo, bistec y pechuga asada, o gratinados con manchego. En la variedad que sea, siempre sucede algo muy importante. Es tan rica e intensa que al acabarte tus chilaquiles te será insoportable observar la salsa sobrante, solita, abandonada y destinada al olvido. Tienes piedad, es imposible que la dejes así; de modo que también viajará al refugio de tus labios. Sin pudor (nada de “es mala educación”) los comensales agarran el bolillo y aprovechan hasta la última gota de su plato. Lo dejan limpiecito. Por ser ultra crujiente es normal que la barra de La Pagoda se tapice con cáscara de bolillo.
Así es el paisaje aquí: todo cubierto de restos de pan doradito que las meseras limpian con su trapo blanco. A ellas las domina un espíritu noble. Aunque estrés sobra por la cantidad de comensales, escucha cómo se hablan entre ellas. Se dicen cosas como “pásame esa cuchara, mi amor”, o “¿llevas la azucarera a la mesa 6, mi cielo?”. Se tratan tan bien, tan dulcemente, que jamás saldrás a la calle de malas aunque lo que te espere sea una jornada empujando pesados y retacados diablitos en el mercado de La Merced.
La cafetería guarda misterios: todo el tiempo giran unos antiguos y poderosos ventiladores Fan Star, como si al lugar lo agobiara un calor del Lejano Oriente. Quizá por ese viento del Tíbet dan ganas de cerrar la mañana con un café con leche y una de las conchas blancas que los viejitos cortan con cuchillo y tenedor. ¿Por qué? Un misterio más.
Aunque pregunté, pregunté y pregunté, ninguna mesera supo decirme hace cuánto existe La Pagoda. Solo me respondieron “uhhhhhhh”. Pero La Pagoda es tan viejita que la música que aquí se escucha suena a los tiempos en que el Zócalo –vecino de la cafetería- era un precioso jardín. El día que fui a la cafetería, el argentino Carlos Gardel cantaba desde las bocinitas: Por una cabeza, todas las locuras / su boca que besa, borra la tristeza, calma la amargura / si ella me olvida, ¿qué importa perderme mil veces la vida?, ¿para qué vivir?
¿Para qué vivir? Para ir, por qué no solo o sola, a comer sus chilaquiles sagrados. Y cuando te vayas detente a mirar con atención el escaparate que junto a la entrada guarda montones de figurillas coloridas de fantasía, mueble parecido al armario de tu abuelita: sin orden se mezclan perros, gatos, ratones, tigres, conejos y otras rarezas como árboles de naranja en miniatura y piñas de la suerte.
Y también ahí mismo sonríen muchos Budas que traen fortuna y permiten a La Pagoda tener los mejores chilaquiles del rumbo. Y del mundo.